Según datos publicados recientemente por el Servicio de Investigación Económico del Departamento de Agricultura de los EE. UU., de cada dólar apoquinado por el consumidor final solo 7.8 centavos acaban en la mano de agricultores y ganaderos.
¿Qué está pasando? ¿Es tal vez el resultado de alguna jugarreta de los mercados mayoristas? ¿Quizás la elevada automatización y el monocultivo han acabado por hundir los precios al producir en exceso? ¿Puede que los productores de alimentos estén a la cola de toda una intrincada e ineficiente red de intermediarios que inflan el importe final?
La respuesta a todas estas preguntas es sí. Sin embargo, ello no quiere decir que sean el principal motivo por el que se pone en tela de juicio la sostenibilidad del sistema.
Según el organismo previamente mentado, los datos reflejan un cambio en el comportamiento y costumbres de la sociedad. Estamos en pleno relevo generacional. Los millennials a los que se les endiñaban los problemas del mundo actual ahora son una de las fuerzas que empujan la economía y una de los principales sectores demográficos en el mundo laboral. Es el conjunto de personas que tiene capacidad transformativa real sobre la ley de la oferta y de la demanda.
Hace tan solo algunos años lo normal era comprar hortalizas, legumbres, carne sin preparar, pescado… La fiebre de los supermercados cambió las reglas del juego. La comida preparada, lista para ser recalentada en el horno, cocinada de manera exprés en el microondas o cocida en tan solo un par de minutos significó un ahorro de tiempo inmensurable para una sociedad en el que las exigencias en el trabajo estaban por las nubes.
Y cuando parecía que esa era la última parada, surgieron los restaurantes de comida rápida, los take away y toda una suerte de híbridos que han vuelto a cambiar el escenario urbano. Si antes comer era algo que se hacía en la intimidad del hogar, ahora es cada vez menos raro ver a alguien zampándose un bol de ensalada mixta cuando se dirige a algún sitio caminando por la calle, degustando un café de diseño mientras espera a cruzar un semáforo o mimándose con una ración de carne de la mejor calidad hecha a la barbacoa y previamente troceada para que su consumo en la oficina no tenga consecuencias desastrosas.
Una estampa habitual en EE. UU. que empieza a ser cada vez más común en la hispanosfera.
Claro está, estas comodidades encarecen el precio final y, como será lógico también para el lector, los productores de alimentos no se benefician por este incremento del importe pues no participan en el aporte de valor añadido.
Hasta ahí todo bien. Sin embargo, los datos, que cubren ya un cuarto de siglo, empiezan a esbozar tendencias preocupantes. Por ejemplo, comparativamente, el valor percibido de los servicios prestados por los productores de alimentos del sector primario cae en picado. ¿Tiene esto sentido? Sin explotaciones agrícolas o ganaderas no habría productos que procesar por lo que el papel desempeñado por estos profesionales es crítico y fundamental.
La sostenibilidad del sistema está en entredicho. El USDA divide el incremento del precio por los intermediarios según las actividades a las que se dedican, y así es como se ve el panorama:
- Los servicios de restauración y de alimentación se llevan un 36.3% del pastel.
- La industria alimentaria encargada de la transformación obtiene un 15.2%.
- Los vendedores al por menor se llevan 12.4 centavos de cada dólar.
- Los mayoristas que abastecen a los anteriores obtienen un 9.1% del importe final.
- Los gastos legales, de embalado y transporte, así como los de promoción suponen en conjunto un encarecimiento de 17.1 céntimos en cada dólar de comida.
¿Cómo se puede devolver al sector primario el beneficio económico que por justicia le corresponde?
Merece la pena echar un vistazo a los costes de la comida en California. En este estado las granjas se encuentran más próximas a los puntos de consumo por lo que los gastos por transporte resultan menores.
Esta diferencia arroja luz sobre una de las medidas de responsabilidad social que más se están impulsando en los últimos tiempos: el consumo de productos locales. El movimiento tiene un nombre desintermediación y sus defensores suelen tener un perfil bien definido, todos ellos son granjeros y agricultores. Y es que quien haya tratado con algún granjero en su vida habrá escuchado también alguna queja sobre mayoristas e intermediarios. Para los trabajadores del sector, tratar directamente con el consumidor final es un sueño. Un sueño que casi nunca se cumple.
El mundo de la restauración se puede beneficiar enormemente de este espíritu de independencia que impera entre los profesionales del campo:
- Los productos locales tienen un reclamo especial entre la población, pudiendo emplear su inclusión en los platos como argucia promocional.
- Se apoya la economía del entorno. Una economía más sana suele repercutir en un volumen de negocio mayor. Está demostrado que las zonas deprimidas socioeconómicamente son auténticos desiertos en lo que a consumo en restaurantes se refiere. Una comunidad sumida en la pobreza es una comunidad que se ve obligada a optar por la solución de menor impacto económico, y esta suele ser cocinar en el hogar.
- Los precios son menores a los ofrecidos por los proveedores usuales. En algunas zonas de EE. UU. está apareciendo la figura de los RSA (agricultura apoyada por la restauración). Aquellos restaurantes implicados perciben importantes ventajas económicas que permiten aumentar los márgenes de beneficio en los establecimientos.
- Se ejerce la responsabilidad social pertinente al contribuir a la sostenibilidad del sistema (los granjeros suelen cobrar más sin que el producto se encarezca para el restaurante) y cuidar el medioambiente minimizando los transportes (y su consiguiente gasto energético, ya sea en forma de combustibles fósiles o electricidad) y mantener el equilibrio natural que han alcanzado las explotaciones ganaderas con el mundo silvestre a lo largo de los últimos dos o tres siglos.
- Facilita la diferenciación respecto a otros locales al emplear ingredientes cuya disponibilidad puede ser reducida o inexistente en los mercados o en otras ciudades.
Si bien las soluciones al problema aún son difusas, lo que sí queda completamente definido es que el problema se va a agravar. Y lo hará a un paso acelerado según las nuevas generaciones comiencen a decidir qué incorporar a su lista de la compra. La demanda por los alimentos preparados, instantáneos o sustitutivos no hace sino aumentar.
Pero incluso si alguien quiere luchar activamente contra este escenario de infravaloración del sector primario, lo tiene difícil. Patrick Canning, economista jefe en USDA, explica que «En cierto momento, incluso para el caso de la comida hogareña, empezamos a observar más y más procesado poscosecha». Nada mejor que un ejemplo para contemplar la vileza de la situación: en EE. UU. las mazorcas de maíz se venden deshojadas o al natural; siendo su coste similar, sin embargo, el agricultor obtiene 17 centavos por la primera y 60 por la segunda…
¿Dónde está el límite de lo que éticamente nos podemos consentir? Al escribir estas líneas no puedo hacer otra cosa sino recordar unas naranjas cuya piel era el súmmum de la imperfección, abandonadas a su suerte en la frutería pues nadie las quería, para reafirmar orgullosamente su fealdad resultaron ser las más dulces que ha probado el autor en los últimos años.
La capacidad de cambiar un sistema fallido reside en nosotros, solo hay que atreverse a aprovechar las oportunidades que se nos presentan.