El pasado mes de noviembre fue movido en las redes sociales. Circularon por ellas de forma viral varias infografías y comerciales relacionados con la alimentación que ponían de manifiesto los graves problemas en los que desembocan los monocultivos agrícolas y las macroexplotaciones ganaderas.
Por un lado asistimos a la prohibición de la emisión de un anuncio de la cadena de supermercados Iceland, que a ojos del organismo regulador de la publicidad en Reino Unido era «demasiado político».
¿Su contenido? Una preciosa animación en la que una niña conoce a una cría huérfana de orangután. Y un comunicado de la cadena especializada en productos ultracongelados a través del cual se comprometía a no trabajar con ítems que contuviesen aceite de palma.
El aceite de palma se encuentra ya en todo tipo de productos, desde cosméticos hasta velas, pero sobre todo en alimentos procesados.
¿Y las palmas? La especie Elaeis guineensis, principal productora de frutos oleosos, era originaria de las costas tropicales de África Occidental, pero ahora cubre enormes extensiones que sustituyen el bosque bajo del Sudeste Asiático en un proceso destructivo que pone en peligro hasta 193 especies amenazadas según la Lista Roja de las Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, con taxones tan visibilizados como el tigre de Sumatra, el elefante de Borneo o nuestro pariente y protagonista publicitario, el orangután.
No quedan ahí los males. Degradación del paisaje, derechos humanos fundamentales vulnerados y ataques brutales hacia los indígenas para provocar el abandono de las tierras que siempre han habitado. Un expolio del que no se habla lo suficiente. Como suele acaecer.
Desde Rainforest Rescue, una ONG que lucha contra la pandemia de la palma aceitera, se incita a que el consumidor cocine en casa con ingredientes frescos. Y es que la forma más rápida de mostrar descontento y de no ser partícipe en esta masacre es dejar de depender de los alimentos procesados. No hay nada que las compañías entiendan mejor que un golpe en la cartera.
Algunas franquicias de restauración organizada ya apuestan por una mayor sostenibilidad en la alimentación. KFC, Taco Bell y Pizza Hut (todas ellas propiedad de Yum! Brands) solo adquieren aceite de palma con etiquetado RSPO (Mesa redonda sobre el aceite de palma sostenible).
Suena bien, sin embargo la realidad es que la corrupción rampante en países como Malasia, Indonesia y Papúa Nueva Guinea (países donde, dicho sea de paso, se ha arrasado una superficie de selva virgen equivalente a casi 7 000 000 campos de fútbol para destinarlas a cultivos de palma), impide garantizar la sostenibilidad de los cultivos.
Menos claro aún lo tiene McDonald’s, que sigue, rezagado, el camino marcado por las anteriores cadenas de comida rápida. Prevén que en 2020 habrán dejado de usar aceite de palma no sostenible.
Los restaurantes que quieran ejercer su responsabilidad social y con el medio natural pueden recurrir al kit de herramientas del aceite de palma sostenible de Act for Wildlife, disponible gratuitamente en inglés.
O pueden dejar de usarlo por completo. La deescalada del consumo es una necesidad general.
Regresando a las redes sociales, otra de las publicaciones que cosechaban interacciones a mansalva era un gráfico explicativo sobre las acciones individuales que se pueden tomar para reducir nuestra huella de carbono.
El histograma comenzaba con una realidad incómoda de la que se habla cada vez más en los círculos científicos, pero que públicamente es tabú: tener un hijo menos. La imagen, extraída de una correspondencia de Seth Wynes y Kimberley Nicholas para Environmental Research Letters, continuaba en orden descendente de impacto: «Vive sin un coche», «Evita un vuelo intercontinental», «Compra energía verde», «Pasa de usar coche eléctrico a no tener coche», «Sigue una dieta vegana»…
Algunas de estas acciones implican desafíos logísticos importantes, tal vez inasumibles para muchos; mientras que otros suponen sacrificios inconmensurables, tanto que los convierten en tabúes (deescalada de la población y controles estrictos sobre la natalidad).
Sin embargo, destaca que, entre las elecciones personales con alto potencial de impacto, figura el veganismo. Y no, no se trata de ninguna nueva estratagema de los veganos para convertirnos a su religión. Si hay un buen motivo para hacerse vegano, es, para desmayo de la hipocresía animalista, la lucha contra el cambio climático. Cada persona que adopta una dieta exclusivamente vegetal contribuye a que se reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero en 0.8 toneladas de dióxido de carbono equivalente.
Es más, ni siquiera hace falta comprometerse plenamente, ¿qué tal comer carne una vez menos a la semana? Las medidas pequeñas también cuentan.
En esta misma de pensamiento se alinea la Alianza de Derechos, Ambición, Tierra y Clima (CLARA), que a razón del informe emitido por las Naciones Unidas a principios de octubre sobre el porvenir de nuestro planeta, publicaba un reporte propio descartando muchas de las medidas paliativas basadas en tecnologías de geoingeniería a años vista de ser factibles y abogaba por una aproximación al alcance de nuestra mano: comer menos carne.
La ganadería y las granjas de animales contribuyen un 14.5% de los gases de efecto invernadero. Principalmente en forma de metano.
Tomando la iniciativa y reduciendo la ingesta de carne a dos raciones de 150 gramos a la semana, sería posible atenuar los efectos del cambio climático, de la extinción del antropóceno, del malgasto de recursos naturales (suelo y agua), de la inseguridad alimentaria (hormonas, adulterados, transgénicos) y de la pérdida de contenido nutricional de las cosechas.
La visión del grupo es, por desgracia, utópica. En palabras de Zeke Haufather, analista de EE. UU. para Carbon Brief, mitigar el problema con planes basados en cambios de comportamiento no es viable: «convencer a la gran mayoría de la población mundial de cambiar su comportamiento sin fuertes penalizaciones gubernamentales suena bastante complicado».
Se reclama un cambio de modelo productivo en el sector primario, pero también un cambio en la forma de consumir. Siendo la obesidad una grave crisis en Occidente, otro de los puntos a tratar es el consumo excesivo de alimentos.
En general es necesario que los humanos comamos menos y mejor. Ese es el modelo por el que apuestan muchos restaurantes veganos en España: el Pizzi & Dixie de Nacho Sánchez en Madrid, el Veggie Garden de Barcelona, El enano verde de Sevilla o La Camelia y Quinoa Bar Vegetarià.
También es importante tener en consideración cuáles son los efectos de las modas pasajeras a las que nos unimos.
Si pensamos en millennials y hipsters, ¿qué ingrediente se nos viene a la cabeza? El aguacate.
El aguacatero era un árbol condenado a la extinción pues su dispersión requería la presencia de megafauna amazónica desaparecida hace ya (perezosos gigantes). El árbol ha sobrevivido gracias a los humanos, pero ahora se ha convertido en una plaga a pequeña escala, como si de una palma aceitera menos virulenta se tratara.
En Centroamérica se talan laderas y se reconvierten cultivos tradicionales para dar paso a nuevos monocultivos de aguacate. La demanda creada por la juventud del primer mundo ha hecho que los precios experimentasen un incremento explosivo, y para el campesino empobrecido y el mayorista especulador esto significa una oportunidad de enriquecimiento cortoplacista que no pueden obviar.
Cuando la tendencia comience a perecer se tendrán acuíferos cuyo futuro estará en entredicho, suelos infértiles a causa del uso indiscriminado de pesticidas, hábitats fragmentados y escasamente funcionales, y perspectivas poco halagüeñas para las gentes locales.
El caso de los aguacates es especialmente flagrante pues además de su cuestionable cultivo, poseen una huella de carbono destacada entre los productos de frutería. El gasto energético implicado en el transporte de los cargamentos desde los países productores (México, Colombia, Puerto Rico) hasta los consumidores (EE. UU y Unión Europea) es, sencillamente, brutal.
¿Se puede frenar esta destrucción irremediable? Sí. Dando prioridad a los productos locales, a las huertas ecológicas y a los alimentos obtenidos de forma sostenible.
Los negocios de restauración pueden convertirse en estandartes de la sostenibilidad en la alimentación y ampliar sus márgenes de beneficio entablando relaciones comerciales con productores ecológicos locales, los cuales, año tras año, aumentan en número.
También se puede actuar sobre los menús, potenciando aquellos platos basados por completo en ingredientes vegetales.
Sumando a esto las posibles acciones promocionales, las fechas señaladas y el interés que suscita entre la población la lucha contra el cambio climático y la conservación de la naturaleza, se puede asegurar que existe un modelo de negocio de restauración más responsable con el planeta.
Solo hay que hacer un poco más de lo que exige la media.