La obesidad ha sido acuñada como la gran plaga del siglo XXI. El deterioro del poder adquisitivo, la generalización de los horarios laborables irreconciliables con la vida saludable, la proliferación de opciones alimentarias hipercalóricas en los estantes de los supermercados, los malos hábitos de alimentación y el sedentarismo rampante forjan los fundamentos de un campo de cultivo perfecto para que este problema campe rampante.
En EE. UU., México, y cada vez en más países, el porcentaje de la población con sobrepeso, obesidad u obesidad mórbida supera el 30 por ciento del total. Esto hace que la sociedad incurra en gastos excepcionales, como los derivados de todas las enfermedades del sistema cardiovascular asociadas al exceso de peso que se tratan actualmente en los hospitales, o de la incidencia cada vez mayor de enfermedades como la diabetes, que requieren tratamientos crónicos costosos de producir y proveer.
Para luchar contra esta lacra se estudian diversos tipos impositivos que tengan efecto disuasorio sobre los consumidores, al mismo tiempo que sirven como vehículo de recaudación para impuestos que más tarde se destinan a la gestión y expansión de la sanidad pública y a la educación contra la mala alimentación.
El más común de estos impuestos es el que afecta a las bebidas azucaradas. Podemos encontrar ejemplos de su funcionamiento en nuestro país vecino. Mientras que una lata de medio litro de bebida energética tiene un importe en torno a los noventa céntimos en España, en Francia resulta complicado obtener una lata igual por menos de dos euros y medio. La diferencia es evidente.
No obstante, las bebidas azucaradas, incluyendo refrescos enlatados tradicionales y nuevos brebajes de aparición más reciente, no son los únicos ítems que tienen un efecto pernicioso sobre la salud de las personas. Y si lo que queremos es luchar contra la obesidad, hay que combatir la mala alimentación en todos sus frentes.
Un estudio publicado en el prestigioso The British Medical Journal bajo el título «Impacto potencial sobre la prevalencia de la obesidad en RU con un aumento del 20 por ciento en el precio en los aperitivos ricos en azúcar: un estudio de modelado» y en el que participaron 36 324 familias, muestra una fuerte correspondencia entre el aumento del tipo impositivo sobre los productos en el meollo de la controversia y dos posibles cambios en la conducta de los consumidores: una limitación en la adquisición de productos conflictivos y un cambio en la percepción de los productos saludables que los torna más apetecibles.
Los cambios en los hábitos de consumo ocurren de forma transversal en todos los segmentos socioeconómicos, indicando que un impuesto sobre los snacks dulces serviría para ralentizar, detener o incluso revertir la incidencia del sobrepeso en todos los hogares, indistintamente del poder adquisitivo familiar.
El artículo pone de manifiesto que la implementación de un impuesto tal evita el consumo de 8900 kilocalorías extra por año, lo cual se traduce en una pérdida de 1.3 kilogramos en aquellas personas con BMI superiores a los recomendados por las autoridades médicas. Este resultado allana el camino para un impuesto, que si bien es muy temido por algunos lobbies, parece que tendrá un impacto social beneficioso.
La instauración de este tipo de soluciones seguramente no tenga lugar de forma inmediata, pero durante los próximos años es previsible que asistamos a la proliferación de esta clase de medidas en diferentes gobiernos de Occidente. España no se escapa de la rumorología, que se ha incrementado en las últimas semanas.
Si finalmente cala en nuestros países, no hay duda de que de una u otra manera los restaurantes se verán afectados, ya que algunos de los productos que ofrecen en sus barras y comedores tendrán que ser por obligación sustancialmente más caros, y parte del volumen de negocio se evaporará tan pronto como entren en vigor estas disposiciones.
Con un impuesto antiobesidad holístico se vería afectada la bollería industrial, los caramelos, los chocolates y las bebidas azucaradas. Esto en caso de que el enemigo se limite a los azúcares refinados. Si las grasas saturadas también están en el objetivo, el espectro de productos fuertemente tasados se expandiría notablemente, incluyendo aperitivos salados como patatas fritas, frutos secos y otros.
En el hipotético caso de que estas tarifas adicionales lleguen para quedarse, el restaurador se enfrentará a una dura realidad: ¿infla los precios de estos ítems o absorbe el aumento de precio sacrificando su margen de beneficio? La respuesta dependerá de cada caso concreto y averiguar la solución idónea dependerá de las pruebas A/B que se hagan in situ.
Sabemos que el consumo desciende al aumentar la presión fiscal sobre estos alimentos, pero la respuesta del estudio de TheBMJ se refiere al ámbito hogareño. ¿Qué pasa entonces en el restaurante? ¿Mostrará el cliente indiferencia al tratarse de un consumo extraordinario? ¿El fenómeno traspasará fronteras y golpeará con fuerza al sector restauración?
Quedan muchas preguntas en el aire y hay pocas respuestas a día de hoy. Solo podemos desear lo mejor para nuestros conciudadanos con sobrepeso, y un ejercicio fructífero del negocio de restauración a nuestros colegas de profesión.